Los hombres, al menos bajo mi punto de vista y parecer, no deben ser meros convidados de piedra que lleven sin gracia un traje (cuyo color varía ligeramente entre negro, azul marino o gris); sino que deberían arriesgar; apostar por nuevas opciones, siempre y cuando que al igual que la ¨invitada perfecta¨, no eclipsen al novio.
En este sentido, si la ceremonia tiene lugar por la mañana debemos portar traje de colores claros, mientras que si tiene lugar por la tarde el traje será siempre oscuro.
Así deben hacer un pequeño trabajo de investigación, saber cómo va a ir el novio, pues si éste se decanta por ir en traje, quedaremos ridículos llevando un precioso chaqué, o un divino esmoquin (que muchos, tanto novios como invitados, lamentablemente en ocasiones llevan y que ya sabemos que es indumentaria de fiesta y no de ceremonia).
Los trajes, chaqués u otro tipo de atuendos, dependiendo del tipo de boda al que vayamos, (si es civil o religiosa), han de ser diferentes, originales y con nuestro toque personal, siempre que no caigamos en las excentricidades y las horteradas mal llevadas. Un tres piezas, puede ser la clave, por ejemplo, hecho a medida en una buena sastrería, del tejido y con los colores que más se adecuen al lugar, climatología y sobre todo a nuestra propia morfología.
Un ¨perfecto invitado¨, nunca debe hacer que el novio pase a un segundo plano, pero sí ha de marcar la diferencia con el resto, incluyendo algún accesorio (corbatas, pañuelos, gemelos,…) que le den ese punto original y distinguido que le conviertan en el invitado que cualquiera querría tener en su boda.
Pues seguro que en el fondo de todo hombre existe ese punto de vanidad en que uno pretende no ser recordado por cómo iba vestida su acompañante, sino por su elegancia y distinción, frente al resto.
Ese sería el perfecto gentleman que, como diría el escritor Fischhardt, es aquél ¨cuya vestimenta es reflejo de su espíritu y sentido¨.
Sandra Hernanz
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