De un modo u otro accedí a
escribir este pequeño ensayo sobre un poco de todo, y un poco de nada en torno
al tema de la elegancia. Lo cierto es que me irrita sobremanera hablar de la
elegancia. Es, probablemente, uno de los temas más manidos de nuestro tiempo y
no me gusta ser más repetitiva de lo que debería. Además, tampoco me considero
legitimada para hablar del tema, pues no pretendo sentar cátedra con este
pequeño ensayo.
No obstante, ese enigmático “je ne sais quoi” que poseen numerosos
hombres y mujeres alrededor del mundo no entiende de países, culturas, etnias o
razas. Tampoco se trata de una cuestión física, ni tiene porqué ir ligado a un status o clase social. La elegancia es
una virtud con la que se nace o no. Y no, no hablo de la elegancia a la hora de vestir. Esa elegancia puede aprenderse, perfeccionarse así como pulirse a lo
largo de los años.
La verdadera elegancia es la
que reside en personas que saben estar en cualquier circunstancia. Son
elegantes las personas que no pierden las formas pero que tienen carácter
cuando hay que tenerlo, que saben hablar desde el más profundo respeto, que son
tolerantes aún sin compartir tu punto de vista y que no miran a nadie por
encima del hombro, así como un largo etcétera.
Si ponemos en relación el tema
de la elegancia y el mundo de los hombres, he de decir que tengo la suerte de
conocer a hombres maravillosos. También he tenido la suerte –sí, suerte- de
conocer a varios indeseables. De unos y otros se aprende. He ahí la suerte.
Un hombre elegante es aquel
con el que da gusto estar en cualquier momento. Es capaz de resultar encantador
tanto en vaqueros como enfundado en un increíble traje. También sabe hacerte
reír en el mejor de los restaurantes o en el más cutre de los McDonald´s, y te
hace sentir estupenda tanto en pijama como con un vestido de fiesta. Es
respetuoso, educado, amable y siempre ayuda desinteresadamente a cualquier
persona que le necesite.
Elegante es una persona mayor
que no renuncia a estar estupendo a pesar de los años y envejece con dignidad;
también lo es el padre que acude orgulloso a la graduación de su hija y
“aguanta el tipo” en los malos momentos, estando a su lado. El que sabe pedir
disculpas cuando se equivoca o el que cede el asiento a una embarazada. Los
ejemplos son infinitos, al igual que son infinitos los ejemplos a contrario.
Supongo que en otro artículo hablaré del bando de los “anti-Vogue” o del
popular mal gusto pero, para ello, habrá que esperar.
Celia.
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